La coma nos envuelve en una historia –inverosímil y surrealista– de dos mujeres, Ella y Ella, que parecen no tener futuro ni destino en este mundo pero que, al encontrarse más allá de esta vida y del plano terrenal, comparten una fuerza extraordinaria y transformadora.
Con escenas cuasi dramáticas, Ella nos lleva de la mano a sentir y vivir la infertilidad, la coma, la muerte, el divorcio, el cambio de residencia, la orfandad, el amor, la cárcel, los juzgados, la enfermedad, el coronavirus y la lucha por derrotarlas. Ella está inmersa en un sueño sin fin, donde no sabemos donde empieza la vida y termina la coma, donde se encuentra la muerte y empiezan las fantasías. Después de La coma, Ella reaprende a caminar a los treinta y tres años entre piedras y por pasadizos sin fin, en libertad –y sin ella–, a regocijarse de ser una persona digna y autónoma que brinda amor a todo aquel que lo requiere aun sin pedirlo. Ella atraviesa, junto con Leonard, su esposo, momentos de lucidez y de perdición que la llevan a no comprender las emociones humanas, a perderse entre el amor y el rencor, el egoísmo y la incertidumbre. Así, a pesar de superar la línea de la muerte juntos y de emprender un cambio de residencia al casco medieval con los mellizos recién nacidos, el resultado final no es la unión, la gratitud y el amor; en su lugar Ella descubre que Leonard nunca le perdonó haber sufrido un derrame cerebral y haber truncado la vida “normal” con la que tanto soñaban.
A la par –en el mismo tiempo y espacio–, Ella también combate sus más dolorosas batallas, esas que convierten su día a día en penumbras y telarañas de pensamientos revueltos que la hacen transitar sobre terrenos ásperos, invadidos de neblina que no le permiten mostrar al mundo exterior su verdadero rostro de tristeza y de dolor. Ella carga en su mente escenas fragmentadas –y en el pecho la culpa– del accidente que la llevó a la muerte por unos minutos y que cambió toda su realidad, tornándola de tonos luminosos y claros a grises y oscuros. Sus pensamientos aún giran –igual que aquel auto en el cual derrapó– en sus noches y sus sueños y son atacados por los recuerdos borrosos, confusos y desorientados que alteran su vida. Su único bálsamo es el amor de Adam, su hermoso hijo, y la callada comprensión de Elliot, su esposo leal, quien es testigo impotente de su dolor, y que estará a su lado hasta su repentina muerte. Ella, ya sin rumbo, se hunde aún más entre la agonía de la depresión y la ausencia de su fallecido esposo.
La tabla de salvación para ambas se presenta de a poco, entre alucinaciones y el aroma a orquídeas y vida; y aunque desde siempre presienten que se reencontrarán más allá de ese mundo irreal y lleno de luz, no saben que lograrán descanso y paz con la presencia de la otra en este plano. No sospechan que las sombras, la soledad y la constante preocupación que cada una muestra cual fiel espejo, sólo es un paso más para cumplir su destino pactado en otra vida, ese que está lleno de amor y nuevos horizontes... hasta que la coma se los permita.